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Por Mariano Rodolfo Martín. Instituto Generosa Frattasi

“¿De qué se compone un motín? De todo y de nada. De una electricidad que se desarrolla poco a poco, de una llama que se forma súbitamente, de una fuerza vaga, de un soplo que pasa. Ese soplo encuentra cabezas que hablan, cerebros que piensan, almas que padecen, pasiones que arden, miserias que se lamentan y las arrastra”.   

Víctor Hugo, Los Miserables

13.01 horas

La policía persiste en la orden de desalojar la Plaza. Con caballos, gases lacrimógenos, balas de gomas que son escupidas por las 12.70, palos y carros hidrantes repliegan a la multitud. Desde el informe masa de brazos parten piedras y otras manos encienden fuegos para mitigar el efecto de los gases.

Pasados unos minutos, comienzan a regresar a la Plaza en grupos pequeños, corean consignas, vociferan y putean a los azules. La policía vuelve a reprimir.

Se reinicia el ciclo que durará horas y horas, tozudos y como un tábano, los manifestantes aguijonean el ombligo de la plaza pretendiendo instalarse; la infantería recarga una y otra vez sus escopetas de caño ancho y las capsulas de gases serpentean por el aire con su estela blanca, golpean con sus palos de madera espaldas indefensas, son acompañados por la caballería que en carga rápida arremete contra los cuerpos que huyen, no sin antes recibir latigazos sobre las sudadas y desnudas carnes al sol.

Mujeres de gestos crispados, rostros angustiados imploran a los infantes que se detengan, se les plantan a 50 centímetros, un metro y los miran a los ojos. No cesan de pedir Las Viejas. Los cascarudos azules miran por encima de las mujeres que les clavan sus ojos, llorosos algunos de ellos por los gases y el ambiente irrespirable. Si bajaran la mirada y encontraran esos ojos.

En un momento una de ellas implora en el nombre de Dios. No sé si lo escuché yo; tal vez me pareció, pero sonó como una orden. Se percibe el desconcierto que esa voz de Madre logró ubicar en el instante mismo en que se producen un silencio que parece expresar una eternidad.

Dos hermanos están encadenados al piso de la Plaza cerca de la Pirámide de mayo. Otra vez los gases, los caballos galopando.

Los hermanos se cubren con una diminuta bandera argentina. El sol cae a plomo. La caballería rodea en círculos amenazantes la fortaleza sitiada apenas cubierta por nuestra enseña Patria. Los rostros desencajados de los policías buscan los cuerpos, sus látigos cortan los rayos de sol, también las carnes de espaldas argentinas.

La bestia resopla, su caballo también.

Otro hombre, gesticula, grita, dialoga dirigiéndose a la Rosada. Dice tener trabajo, pero preocuparse por aquellos que lo han perdido. Pretende saltar la valla, e ir a ese lugar ya ajeno que no escucha sus reclamos. Lo empujan. Sigue protestando, y en unos pocos segundos queda desnudo. Los infantes estupefactos no logran reaccionar. Durante segundos no saben que poder utilizar para enfrentar a un hombre desnudo e indignado.

Por fin lo suben a patadas a un celular, una vez dentro de este, se escucha la voz enlatada del hombre desnudo.

Otras voces comienzan a subir. 

–Señor, disculpe, pero se nos están acabando las reservas, mis hombres están cansados. Me preguntan cómo combatir contra Madres que los miran a los ojos, hermanos que se encadenan a los pisos, y no hay caballería ni gases que lo dispersen, hombres que se desnudan y muchos miles que corren ante los gases, nos tiran piedras y vuelven tantas veces como los echamos. Dicen que siempre volverán.

El superior indaga: 

–¿Porque dicen que siempre volverán?

El subordinado, jefe de pelotón de infantería es escueto: 

–Porque dicen que la plaza es de ellos.

El sargento duda si extender las últimas novedades, el jefe lo mira impertérrito. Como estudiándolo.

Y se anima

–Comisario: la última novedad es de no creer. Me tomará por estúpido, pero así son las cosas.

–Abrevie y cuente, ¿qué carajo pasa ahora?– dice la voz seca del Comisario.

–Mire, Señor, a mí nunca me pasó, pero los caballos se niegan a marchar sobre la Plaza. Dicen que habiendo tanta Pampa para que marchar sobre terreno poco conocido y que el problema es con los jinetes, no con ellos, que ellos siempre fueron amigos de los hombres de miles de años atrás…

La Voz interrumpe y ordena:

–No se haga el pelotudo conmigo.

Sus palabras ahora sí bajan cortantes:

–Despeje la Plaza. ¡Mátenlos!

Quilmes, 20 de diciembre de 2001.